Por Rocio Cortés
“Usted viene a matarme.
¡Póngase sereno, y apunte bien! Usted va a matar a un hombre”. Ernesto
Che Guevara le habló así al atribulado suboficial Mario Terán Salazar en la
calurosa tarde de La Higuera, en el sudoeste boliviano, apenas un minuto antes
de que el militar cumpliera la orden que había recibido de su comandante bajo
supervisión de la CIA estadounidense y lo ejecutara a sangre fría con dos
descargas de fusil que enviaron al guerrillero argentino-cubano a la muerte,
pero también a la Historia.
Aquel 9 de octubre de 1967 Guevara había pasado una muy mala
noche, alojado en una sala de la humilde escuela donde iba a ser asesinado,
herido en una pierna el día anterior, cuando intentaba escapar de la cacería a
la que fue sometido en plena selva boliviana. No sólo aquella noche había sido
mala: en los últimos meses el comandante y sus 15 hombres y una mujer -Tamara
Bunke- habían pasado hambre y sed con 40 grados de calor sobre sus espaldas
encorvadas y débiles, cubiertas por andrajos que alguna vez habían sido
uniformes guerrilleros.
En esas condiciones fue atrapado en la zona de la Quebrada
del Churo y llevado a la escuela de La Higuera junto con dos de sus compañeros
de armas: el sindicalista minero boliviano Simeón Cuba, alias Willy, y el
dirigente comunista peruano Juan Pablo Chang.
El sargento Terán fue el elegido para cumplir la ejecución
“con disparos por debajo del cuello para que parecieran heridas en combate”,
según la brutal admisión de Félix Ismael Rodríguez, el agente de la CIA y
reconocido anticastrista que supervisó la persecución del grupo rebelde y
constató la muerte del guerrillero. En su testimonio para la revista Paris el
sargento declaró:
“Dudé 40 minutos antes de ejecutar la orden. Me fui a ver al
coronel Pérez con la esperanza de que la hubiera anulado. Pero el coronel se
puso furioso. Así es que fui. Ese fue el peor momento de mi vida. Cuando
llegué, el Che estaba sentado en un banco. Al verme dijo: ‘Usted ha venido a
matarme’. Yo me sentí cohibido y bajé la cabeza sin responder”. Entonces me
preguntó: ‘¿Qué han dicho los otros?’. Le respondí que no habían dicho nada y él
contestó: ‘¡Eran unos valientes!’. Yo no me atreví a disparar. En ese momento
vi al Che grande, muy grande, enorme. Sus ojos brillaban intensamente. Sentía
que se echaba encima y cuando me miró fijamente, me dio un mareo. Pensé que con
un movimiento rápido el Che podría quitarme el arma. ‘¡Póngase sereno -me dijo-
y apunte bien! ¡Va a matar a un hombre!’. Entonces di un paso atrás, hacia el
umbral de la puerta, cerré los ojos y disparé la primera ráfaga. El Che, con
las piernas destrozadas, cayó al suelo, se contorsionó y empezó a regar
muchísima sangre. Yo recobré el ánimo y disparé la segunda ráfaga, que lo
alcanzó en un brazo, en el hombro y en el corazón. Ya estaba muerto”
El trofeo de guerra corporizado en los restos de ese hombre
que había bebido su propio orín para sobrevivir en la profundidad de la selva
boliviana fue amarrado a un helicóptero y trasladado a Vallegrande, donde fue
exhibido al mundo. Treinta años después, sus restos enterrados secretamente
serán encontrados en fosa común el 6 de
julio de 1997. El cadáver, de acuerdo con el informe del equipo forense,
carecía de manos, registraba un alto contenido de formaldehido y llevaba ropa y
elementos compatibles con los que se supone que tenía al momento de ser
enterrado. El 12 de julio, será repatriado a Cuba para ser recibido por una
multitud y sepultado en Santa Clara, en el Memorial de Ernesto Guevara donde
actualmente descansan sus restos.
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