Por: Augusto Gabriel Arnone
Este 11 de octubre se conmemora la apertura del XXI congreso ecuménico de la Iglesia Católica Apostólica Romana; un hecho histórico y significativo no solo para sus creyentes, sino también para el mundo entero. De hecho, este Concilio produjo una transformación de las relaciones internacionales a nivel global durante el siglo XX.
Este Concilio tuvo lugar en la Ciudad
del Vaticano, y fue inaugurado por el Papa Juan XXIII. Constó de 4 sesiones coordinadas
por comisiones asesoras, integradas por obispos y teólogos, quienes elaboraron
los documentos de trabajo que serían sometidos posteriormente a votación.
El concilio fue convocado con la
intención de responder a una serie de necesidades concretas de la Iglesia. Fue
el vigésimo primer concilio católico y uno de los encuentros universales
(ecuménicos) más grandes de toda su historia. En efecto, más de 2450 obispos de
todos los continentes, se reunieron con representantes de otras religiones que participaron
de este evento, constituyendo así un hito de diálogo y de reflexión,
prácticamente inédito.
El Concilio Vaticano I, desarrollado
casi un siglo antes, no había podido concluir sus tareas debido a que el
ejército italiano entró en Roma cuando se sellaba el proceso de la unificación
italiana. Esta situación impidió que se trataran distintos aspectos pastorales
y dogmáticos que fueron retomados por este segundo Concilio.
El objetivo principal del Vaticano II, fue
el aggionarmiento (actualización) del credo católico y el acercamiento de la
Iglesia a todos sus fieles. Era indispensable establecer un diálogo con el
mundo moderno y la sociedad del siglo XX; un diálogo en el que, sin abandonar
sus principios y sus puntos de vista, la Iglesia ofreciera respuestas a nuevos
problemas y desafíos, tanto del presente como del futuro. De hecho, los obispos
de todo el mundo venían confrontando grandes cuestionamientos asociados al
cambio político, social, económico y tecnológico. Algunos de ellos, creían que
era necesario que la Iglesia encontrara nuevas formas para relacionarse con el
mundo y reemplazara ciertas concepciones, normas, costumbres, prácticas y ritos
que llevaban cuatro siglos en vigor y que – si bien eran considerados
prácticamente inmutables – debían ser profundamente transformadas para dar paso
a una nueva mentalidad.
Su documento más importante fue la Constitución
Dogmática Lumen Gentium (LG), en el cual la Iglesia se identificaba
como un “sacramento o señal de la íntima unión del género humano con Dios” y
con (LG, n. 1). Entre los puntos más importantes de este documento, podemos
citar los siguientes:
a)
Reafirmó la jerarquía eclesiástica tal como la
instituyó Jesucristo; confirmó la infalibilidad del Papa en cuestiones
dogmáticas y definió al sacerdocio como la mediación entre Cristo y los hombres
a través de la administración de los sacramentos, en especial la confesión y la
Eucaristía. En cuanto a esto, se estableció la idea del sacerdocio ministerial
(Presbyterorum Ordinis (PO), cuya tarea más importante era el cuidado de
los pobres.
b)
Señaló que: “el derecho de la Iglesia a predicar
con libertad la fe, a enseñar su doctrina social (...) e incluso a pronunciar
el juicio moral, aun en problemas políticos, si así lo exigen los derechos
fundamentales de las personas o la salvación de las almas” (GS, n. 76).
Proclamó a la Iglesia protectora de los
“derechos del hombre” (GS, n. 41), y para enfatizarlo, promulgó un decreto sobre
el derecho de los hombres a la libertad religiosa y de conciencia (Dignitatis
Humanae).
Esta apertura al mundo de parte de la
Iglesia, era, según el Concilio, la mejor forma de ver y de conocer lo bueno de
cada cultura y ayudaba a que todos los hombres y todas las mujeres - como Hijos
de Dios - fuesen portadores de paz, de diálogo, de gozo, de amor y de libertad.
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