El 20 de marzo de 2003 vencía el
ultimátum que el presidente norteamericano George
W. Bush había enviado a Saddam
Hussein, su par iraquí, para que dejara el poder. Ante su negativa, Estados
Unidos procedió a invadir el país árabe ese mismo día. Tras dos meses de guerra,
quien fuera el enemigo público y declarado del mundo occidental terminó por ser
derrocado.
La intervención en Afganistán, que
siguió a los ataques terroristas del grupo Al-Qaeda en suelo norteamericano en
septiembre de 2001, acabó con la “pausa
estratégica” que el país había tenido en los asuntos internacionales
durante la era del presidente Bill
Clinton. En los Estados Unidos, el terrorismo se había convertido en una
amenaza directa y potente, a la seguridad nacional. La política de Estado,
entonces, era acabar con el enemigo costase lo que costase. Y ese enemigo era
el terrorismo.
A diferencia de la Guerra del Golfo
de 1991 - la cual tuvo un detonante específico que fue la invasión iraquí a
Kuwait - la invasión de 2003 respondió a la doctrina de Seguridad Nacional del
presidente Bush. En esta ocasión, el fundamento se hallaba en un nuevo
instrumento estratégico: la “guerra
preventiva”, que pretendía legitimar el inicio de nuevas campañas militares
en el extranjero. Sin fundamentos contundentes, Estados Unidos invocó la
existencia de vínculos entre Saddam Hussein y el terrorismo, específicamente
con el grupo Al-Qaeda. Además, acusó a Irak de violar la prohibición de Naciones
Unidas de fabricar y poseer Armas de Destrucción Masiva (ADM). En el criterio
del gobierno norteamericano, este hecho - ligado a los supuestos vínculos del
dictador con grupos terroristas - constituía un peligro potencial para toda la
humanidad. Asimismo, las relaciones entre ambos países estaban tensadas desde
la guerra de 1991 y se consideraba que la dictadura de Hussein era intolerable
para su pueblo.
Antes de la invasión, el gobierno de
Bush había iniciado una campaña de descrédito para demostrar a la opinión
pública la existencia de fábricas de armamento químico y biológico en suelo
iraquí. Collin Powell, secretario de
Estado, fue uno de los protagonistas de ese aparato propagandístico, esencial
para convencer a la comunidad internacional de proceder a la invasión.
Lejos de cumplir con sus objetivos
(difundir los valores de la democracia, ampliar sus capacidades económicas en
la región, extender la hegemonía sobre Medio Oriente, entre otros), Estados
Unidos vio en Irak un nuevo fracaso estratégico. Si bien el gobierno baazista
de Hussein había caído, la intervención militar de 2003 trajo consecuencias no
deseadas. La ocupación hizo que proliferaran grupos de resistencia armada en
todo el territorio que iniciaron una gran campaña de atentados terroristas y
fomentaron el resentimiento hacia Estados Unidos y Occidente. En ese contexto,
Al Qaeda tuvo el camino allanado para expandirse. Además, el equilibrio
geopolítico de la región se inclinó a favor de los shiitas, lo cual alteró las
relaciones de poder en Medio Oriente. Por último, la debilidad del nuevo
gobierno constituido tras el derrocamiento de Hussein fue incapaz de llevar
orden y unidad al devastado país. Desde entonces, una situación generalizada de
violencia, crisis económica e inestabilidad ha atravesado a Irak hasta la
actualidad.
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